De nuevo Rodalquilar, de nuevo la luz, el largo viaje, el descenso. Este año se notan las lluvias, el verde ha durado más sobre la tierra e incluso aquí, donde durante el verano se esconde asustado entre las piedras, forma ahora manchas desconocidas en las montañas que rodean el pueblo, siempre ayudado por  palmitos y chumberas.
Esta mañana me ha despertado el cansino canto de ¿un búho?,  ¿una paloma?, -vaya conocimientos ornitológicos los míos- que aún sigue llamando o anunciándose. Es llamativo que en un lugar tan aparentemente seco como es el Cabo de Gata exista tanta riqueza de especies animales y vegetales. Siempre me ha parecido una isla rodeada por la autovía Murcia-Almería y el mar. Una isla cuya primera muralla son los invernaderos de Campohermoso y las infraviviendas habitadas por gitanos y marroquíes que uno se encuentra nada más dejar la autopista e internarse en el territorio del parque natural del Cabo de Gata-Nijar.
La primera visión es deprimente en este territorio árido, con solares salpicados de plásticos desechados y sandías tiradas a centenares pudriéndose al sol. Poco a poco uno se va adaptando a la dureza de un paisaje que guarda el encanto de lo intocado, de la sinceridad desnuda. Por mucho que las nuevas construcciones inevitablemente han cambiado la fisonomía de algunos de estos parajes, consecuencia del crecimiento económico, de la falta de buen gusto y de respeto, pero también por una mayora afluencia de visitantes y turistas al lugar, uno puede todavía apreciar su extraña belleza. En el Cabo de Gata estas heridas no son demasiado graves más allá de la basura de fin de semana en algunos de sus parajes, al menos por ahora, si bien está completamente cercado por invernaderos que forman un mar de plásticos sobrecogedor que impresiona cuando lo miramos desde un lugar lo suficientemente elevado.
Ayer fue nuestro primer día aquí, y ya nada más salir fuimos encontrándonos con algunos de los habitantes de Rodalquilar que ya conocemos de otros años, aunque sea de vista, si bien hay pocos que nos saludan, aunque también es verdad que la gente aquí no es excesivamente expansiva. También viven muchos alemanes que se han aclimatado bien al carácter del lugar. El acento local antes no me gustaba, pero ahora, deber de ser la costumbre, me resulta sólo diferente, aunque no me suena bien, musicalmente hablando, claro que, ¿por qué habría de ser musical?, como si yo hablase y sonase como una sonata o un romance medieval. Éste es un paisaje duro, seco, a mil años luz de un calendario con fotos de verdes alpinos, con un calor de mil demonios a las horas del mediodía de verano. Es un lugar de interiores, de refugios blancos que se abandonan al atardecer rodeados de cerros cuajados de plantas que parecen esconderse bajo las piedras nada más nacer cada mañana y mostrarse en su esplendor cada tarde, ante el mar en sus calas y en sus playas, ante el viento junto a los caminos, entre los cerros y hondonadas. Es entonces cuando el secreto de este lugar deja de serlo para mostrarse en toda su magnificencia.
25.6.10
Los dos últimos días el mar ha estado picado, a cambio la brisa impide que haga mucho calor, aunque invita menos al baño. En todo caso es muy agradable estar al lado del mar caminando o jugando en la playa. Los Genoveses es una playa amplia, grande como un anfiteatro gigante jalonado de montañas. Un cerro negro lo cierra por el norte, otro desmoronado en piedras y arena blanca lo hace por el sur, entre los dos la arena se extiende generosa, cuajada de conchas y de cañas rotas mareadas y después abandonadas por el mar. El agua cubre poco aquí; la brisa rodea mi cuerpo a la sombra después de un rápido baño, cierro los ojos y siento, -así como suena-, siento.
Es el mismo viento que me toca ahora aquí tumbado en el patio de la casa donde estamos; ahora también canta el maldito y puntual ¿búho? ¿Paloma?
En la hamaca, los niños se balancean y ríen, yo les amonesto y advierto, pero no tengo fuerzas para ponerme más enérgico, están disfrutando por mucho que a veces discutan y alguno llore, pero me harto, la queja y la discusión continua colman mi paciencia, se acabó el balanceo, desalojo la hamaca. Después me arrepentiré de cortarlos, pero ellos tienen más paciencia que yo, menos mal, y volverán a las andadas, deben hacerlo.
26.6.10
Tiene barba larga de sindicalista del campo, pero regenta unos de los bares del pueblo casi siempre con buena música de los 70 sonando. Su hablar es pausado, y me cuenta que él no ha ido más allá de los 30 kilómetros a la redonda de Rodalquilar –aunque no sé si creerlo, es seguro que exagera-, lo cual no quiere decir que haya sido esa su intención en todos estos años. Es nacido en el pueblo, y está muy orgulloso de que su hijo estudie Económicas y Políticas en la Universidad Autónoma de Madrid. Sus notas, me cuenta, son magníficas, y se muestra muy orgulloso de ello. En la sombra de la terraza del bar se le ilumina la cara contándomelo, y ahora espera que vuelva de vacaciones al pueblo. Mientras yo hablo con Antonio, los niños reclaman la atención del loro Pepe que sabe reírse y decir hola, vive en una jaula abierta en un puesto de helados enfrente del bar de Antonio.
Hemos subido por el camino de la mina y luego hemos cogido la antigua carretera que sube paralela a la rambla. Los riscos, algunos aterrazados, están llenos de palmitos, chumberas, rascamoños y mil otras especies que perfuman el aire mientras se asoman al camino. Es éste un paisaje mineral de variados colores aunque predomine el marrón oscuro. En algunos repechos del camino hay angostas entradas a las minas hoy cegadas. Algunas presentan un aspecto peligroso, son una especie de embudo  que terminan en un agujero profundo y estrecho entre rocas y tierra desprendidas.
A la vuelta al pueblo nos sorprende una luna llena acompañada de finas y pequeñas nubes dispuestas en líneas discontinúas y paralelas que ilumina el patio de nuestra casa y el campo cercano, nos saluda generosa  y parece recordarnos su presencia en esta noche de junio, ¡que la miremos!, y eso hacemos.
Son las fiestas de San Pedro y esta noche hay baile, salimos de nuevo. Mi hija me saca a bailar, está contenta y yo con ella; mi hijo como un hombrecito aguanta pero se cae de sueño, volvemos entonces a casa. Las piedras suenan al andar por el camino iluminado por la luna que nos guía hasta la puerta metálica, mientras unas pequeñas luces de ayuda se van encendiendo de forma automática. Termina el día que ha sido afortunadamente largo, hace fresco como poco junios en estos lugares.
27.6.10
Ayer por la noche llovió en Rodalquilar, llueve a veces, claro, pero a finales de junio no es habitual. Fue un chaparrón repentino que cayó cuando estábamos en la plaza tomando un café y los niños veían una película que proyectaban en una pantalla extendida en la misma plaza, sentados con todos los niños del pueblo. Lo malo es que la lluvia obligó a suspender la exhibición cinematográfica, a cambio dejó el lugar brillante y oloroso. Frustrados, los niños se sentaron con nosotros y a cambio se ganaron un helado…Vaya, comienza a llover ahora también. Son las siete de la mañana, hace fresquito y estoy sentado en la mesa que hay a la puerta de la casa mientras oigo a los pájaros y al famoso búho o paloma y a mil insectos variados. El sol se abre paso ente las nubes, el cielo es azul claro y gris a partes iguales, el suelo mientras, aparece moteado de gruesas y uniformes gotas.
Aunque no es mucho decir, y ni siquiera me paro mucho a pensarlo, estoy contento de estar aquí. Todo esto que me rodea me estimula, es como redescubrir lo evidente, esa simplicidad sin ornato añadido: la sinceridad mineral de estas montañas, del mar y sus extraños y sorprendentes acantilados, el escandaloso concierto matutino de insectos y pájaros, el amanecer y el mediodía, pero la luz de la tarde que poco a poco va embelleciéndolo todo por amarlo precisamente a esas horas. Y es que es imposible no hacerlo ni regodearse en lo que uno ve y pisa, en el ruido de la arena y las piedras que se desplazan al caminar, en la brisa que mueve los arbustos, en los leves sonidos de los pequeños animales al esconderse y que el silencio reinante destaca.
Estoy tranquilo sobre todo. Puede que éste sea el principio de la llamada felicidad, quizás porque intuyo que es aquí donde una gran parte de mi se siente bien. Es fácil abrazarla y mirarla con sinceridad, disfrutar de la compañía y de su calor; es emocionante observar sus gestos, y no olvido allá a lo lejos lo que me espera cuando vuelva: el trabajo y sus incógnitas, la complicada y natural incorporación a lo que no necesita explicación, pero la antipática realidad de lo que no puedo cambiar: aquel lugar que tantos encizañan día a día hasta la antipatía, tan diferente a esto a pesar de sus indudables ventajas y tentaciones, pero tan lejano de esta simplicidad mineral que me acompaña al amanecer, al plomo del mediodía, al dorado atardecer. Ninguno de estos animales que cantan y reclaman a sus parejas en su irracionalidad se planteará nunca el mundo más allá de estas piedras, del pequeño oasis donde viven. Estos mis matutinos y ocasionales compañeros. No se si son afortunados, pero viven en una régimen aparentemente anárquico y sin embargo mucho más simpático y bien trenzado.
Se llama Pepe, es cabezón, de cabeza noble. Tiene el pelo blanco y su cara ya dice de su vida amplia. Su hablar es suave y bien hilado. Cuenta su vida con orgullo desde su silla donde al séptimo día descansa. Es el patrono de “las Brasileñas”, aunque ahora no se llame así. Son todo un clan donde el portugués con sus retazos amazónicos o de samba suena dulce en medio de esta pedregal vivo y ardiente, y regalan una realidad florida a este lugar pequeño y cada vez más un refugio secreto de extraños buscadores de oros que un día decidieron volver, quedarse, sorprenderse… Este hombre que nos habla desde la mesa de al lado ha sido mecánico y transportista en la Barcelona de los 50 y 60, tornero, fresador y moldeador de magdalenas en el Brasil de los 60 y 70, y finalmente camarero, hostelero y hombre para todo en este Rodalquilar que posee en una parte, pues ahora es propietario inmobiliario, su último reto. Hoy descansa ufano y nos cuenta su vida, a la vez que se asoma su yerno, una sobrina y un  marroquí que me ha vendido una camiseta. Todos sirven también en el restaurante-bar, unos hablan en portugués, otros en un español brasileño, otros en español arabizado. Repasa a los miembros que viven aquí y recuerda a los que se quedaron en el gran país de América: padres, primos, hermanos, unos sobreviviendo, otros ya enterrados, y él, con su cabeza de plata y su camisa a juego, mientras mira la plaza mojada, nos cuenta, orgulloso de todos, pero de él sobre todo, sus hazañas, que sin duda lo son, de su tesón en la búsqueda del bienestar, de su vuelta al pueblo hace ya veinticinco años y de como ahora posee la mitad de sus casas. Da gusto hablar con él, al menos el primer día, que es, cuando conocemos a alguien, cuando nos presentamos con la ventaja de poder explicarnos antes de enjuiciarnos, de enjuiciarle.
En un momento dado Pepe ha soltado la palabra esturrear, que según el diccionario de la RAE quiere decir: 1. Dispersar, espantar a los animales, especialmente con gritos y 2. Esparcir, desparramar. Pues eso
Mis hijos están con unos niños que juegan con la Nintendo y nosotros, ahora con la plaza ya seca, nos despedimos. En el parque infantil, poco antes de volver a casa, huele a tierra y a mil aromas de las plantas recién mojadas. Los grillos lavados cantan y en el frescor de la noche el perfil de las montañas son ya horizonte. Iluminados por las farolas, lo que vive en la oscuridad que nos rodea nos observa mientras los niños juegan y nosotros hablamos con los brazos cruzados, otra noche, como corre el tiempo, termina el domingo.
28.6.10
Esta tarde, rodeado de agua, las leves olas jugaban a dejarme ver y a esconderme a los pocos bañistas que salpicaban el trozo de mar cercano, y también  el perfil del Cabo de Gata con su faro a contraluz. El Alborronal es una cala grande rodeada de dunas fijadas con pitas y otras plantas, situada entre los Genoveses y Mónsul. El baño ha sido corto pues la brisa enfriaba rápido el cuerpo mojado. Los cangrejos de la zona han sufrido algunas bajas a manos de mis hijos y de Frank, un niño de apariencia etíope con madre inglesa o alemana –no ha dicho ni mu a pesar de estar tumbada al lado de nosotros-. Los tres se han dedicado a perseguirlos y a pescarlos entre las piedras volcánicas pegadas a un acantilado que cerraba la cala por el norte, aunque era Frank el que finalmente los cogía con la mano. Los tres han disfrutado como disfrutan los niños que enseguida hacen nuevos amigos, después se han bañado juntos compartiendo gafas y tubos mientras nosotros los mirábamos y también disfrutábamos, contentos de verlos, de estar allí, en aquel lugar, conscientes de nuestra suerte, hasta la hora en la que el sol recoge sus bártulos, las nueve de la noche –maravillas del mes de junio- . En el camino a Rodalquilar paramos en el mirador de la Amatista sobre el mar. El cielo tiene un azul extraño y dos nubes blancas a las nueve y media. La carretera se eleva en una pendiente de pocos metros y luego enseguida baja como en un tobogán de gran pendiente hacia Rodalquilar. Suerte de vivir. Después de una tarde que alimenta nuestros ánimos bajamos cantando a grito pelado, como en una catarsis la canción: “Rodalquilar, Rodalquilar, Rodalquilar”, que tiene una música facilona compuesta hace dos años especialmente para estos momentos. Se ha acabado el paquete de galletas chiquilín y la manzana, restos de la parca merienda: “Rodalquilar, Rodalquilar, Rodalquilar…”.
No llueve pero está nublado, extraño día, qué más da.
28.6.10
El año pasado encontramos en esta pared de piedras el hueco donde vivía un gran lagarto, hoy lo hemos buscado pero no lo hemos encontrado, pero el camino que bordea la pared de piedras es igual de hermoso. Bordeamos las colinas cuajadas de plantas de mil clases adornadas de olores que aparecen y desaparecen, de insectos que parecen mostrarse para demostrar su presencia, como si hoy no hubiesen visto a ningún humano, también de alguna perdiz  ufana que nos acompaña un trecho. Desde la cala del Plomo a la Cala de Enmedio puede que haya tres kilómetros de camino estrecho y suave donde el silencio se extiende poderoso permitiendo el ruido de nuestras pisadas, nuestras admiraciones y cantos.
La cala está dividida en sol y en sombra, sol dorado y sombra azul junto a acantilados blancos modelados por el mar; al fondo se ve Agua Amarga y el cerro que lo domina tras él. Una pareja parece esperar impaciente a que nos vayamos para conquistar el lugar para ellos y hacer del escenario un gran recuerdo en sus vidas. Nos vamos y dejamos que la luna salga para ellos entre los acantilados, sobre la arena.
A la vuelta me he rezagado y me he parado en un recodo a contemplar el pequeño llano donde hay una casa en ruinas y algunos árboles entre los que destacan tres palmeras altas. La noche está cada vez más cerca, el silencio hiere, pues uno quisiera apoderarse de él, fundirse con lo que ven los ojos, no dejar de estar aquí, son apenas tres minutos leves de melancolía entusiasmada en tiempo real, el sol ya se ha escondido, pero aún me da tiempo a contemplar como el día recoge sus últimos bártulos, mis pies golpean la tierra seca y las piedras sueltas aprovechando la última luz que aún permite ver la claridad del sendero.
Hemos vuelto a ver zorros cerca de Fernán Pérez al volver de la Cala del Plomo en coche. Primero hemos visto un ejemplar muy joven y delgado, el segundo tenía una cola peluda y gruesa, lo dos se han escondido ente la vegetación de la cuneta no sin antes echarnos un vistazo.
Al llegar a Rodalquilar, en el parque infantil unos gitanos ríen mientras escuchan la música a todo trapo que sale de un Ibiza rojo con las puertas abiertas. Nosotros nos vamos a cenar algo a Casa Fideo, que es el nombre que Gabriel le ha dado a Casa Fidel. Cenamos mal y caro. Ha sido un final de lunes de vacaciones raro.
29.6.10
(El búho o la paloma y yo ya nos hemos levantado)
En Las Negras paran muchos de los que han decidido no volver, aunque sea por un tiempo. Es el lugar de salida hacia la Cala de San Pedro, lugar remoto donde sólo se llega andando o en barca. Hay un castillo que esta vez no hemos visto y  un manantial de agua dulce que es algo excepcional por estos lugares. Se ven chicas de pantalones holgados a rayas horizontales, con las sienes peladas y piercings por varios lugares de su anatomía visible, que venden artesanía acompañadas de los consabidos dos o tres perros que dormitan ajenos al escaso trasiego de gente. Hay también chicos vestidos con la misma clase de pantalones y los mismo piercings, estos con trenzas de rastafari occidental, algunos de ellos, los estables, ya talluditos, anclados en este lugar lejano que, como otros diseminados por la Tierra, tienen especial fama en el mundo de los que decidieron bajarse de las obligaciones “normales”, y que ha dado lugar a estas tribus de vagabundos globales que, en reductos como el de la Cala de San Pedro, acampan y viven sin temor a ser atacadas, viajan de reducto en reducto por el mundo más o menos cercano. Hoy, al anochecer, y ya cuando nos vamos, uno de los que estaban vendiendo pulseras y colgantes junto a la playa pasa con su ropa carcomida de vuelta a la famosa cala con una mochila del mismo color de su piel. No es joven, tampoco viejo, pero ha pasado como un fantasma que sale de este mundo de seres convencionales donde nos desenvolvemos los demás, dispuesto a emprender el camino pedregoso en la noche, hacia el refugio que necesita después de un duro día igual que el de ayer, aunque no se si a estas alturas es capaz ya de darse cuenta de que lo que ahora vive lo eligió y si ahora sabría ir a otro reducto, aunque este fuese convencional y consumista, lleno de aceras limpias y pasos de cebra que se abren para dejarnos paso a nuestro paso. Tal vez se ha acostumbrado tanto a vivir sin casi nada, que le basta con encontrarse con sus colegas en la hoguera de la playa y echarse un trago de vino barato para sentirse arropado. Pero ¿es qué hay alguien que no necesite sentirse arropado, o mejor, que lo arropen?
30.6.10
Esta mañana en el Playazo por fin hemos disfrutado del baño mientras subía y bajaba el morrón del Cerro del Romeral visto desde dentro del agua. La intemporalidad fría del agua nos envolvía. Sus risas, atisbo de felicidad pasajera a las tres de la tarde,  esencia de lo primigenio, la piel al sol y al frío, la tierra mineral, el agua salada, limpia, la vida exaltada
30.6.10
En la pequeña ensenada de la Isleta del Moro un grupo de niños juegan al viejo juego de pillarse y de vez en cuando se dan pequeños golpes entre risas y falsas protestas.  Los niños se persiguen como si les fuese la vida en ello con el propósito de impresionar a las pequeñas damas que les miran, una niña mayor comprende el mensaje. Entre el final de la pequeña ensenada y el Cerro del Fraile a lo lejos, aunque en realidad son dos cerros, el mar tiene en estas horas –las nueve de la noche- un brillo azul metálico. Aparecen tres niños sentados sobre una tabla de surf que se aproxima silenciosa, uno de ellos se tira al agua y se despide de los otros mientras nada hacia donde estamos, los otros dos vuelven por donde han venido. Le preguntan mientras se van alejando si vuelven a buscarlo, el que se acerca se para y se vuelve para decirles que no hace falta. Una chica lo espera de pie mientras lo mira nadar y acercarse, el agua está fría y es transparente como si no hubiese.
Cenamos en “La Ola”, el pescado está muy bueno en esta terraza que es también un reposo agradable, se está muy bien aquí. Después de la cena caminamos por el pueblo desierto. Es éste un pueblo pequeño y sin pretensiones, lo que realza su belleza no buscada, más relacionada ahora con la brisa y la noche que con cualquier otra categoría estética. Sus casas blancas son feas una a una, aunque juntas son imprescindibles. La vida debe de ser aquí muy distinta al interior, pero también a otros lugares cercanos, simple, suficiente; la luz de la luna llena deja ver los barcos de pesca anclados a unos cien metros de tierra como si fuesen estrellas de una constelación cercana. Las estrellas de verdad se reparten el cielo por encima del Cerro de los Frailes y los islotes llamados de “Las ballenas”. Una pareja sale del restaurante, se acerca a la ensenada ahora vacía y se abraza en la noche mientras miran el telón de estrellas, tal vez para no olvidar ese momento en ese lugar. Nosotros cuatro también nos conjuramos para acordarnos de este momento en este lugar cuando nos enfademos. Cada uno tiene su momento, nosotros entre todos tendremos cuatro. Será difícil no olvidarse en la rutina diaria de estos importantes minutos en la vida de uno, pero a buen seguro saldrán en nuestros recuerdos en algún momento aun sin estar enfadados.
Ayer fuimos de nuevo al Cortijo del Fraile; la tarde aún quemaba. Es un lugar que tiene el atractivo de los parajes solitarios que además tienen una historia y una leyenda detrás. Está rodeado de cerros inamovibles dorados y a trechos horadados de bocaminas blancas. Hoy, como el año pasado, encontramos también a un fotógrafo haciendo fotos a una pareja de novios vestidos de boda. Cualquiera podría decir que éste es un lugar que tiene mal fario para unos novios que pretenden casarse teniendo en cuenta los acontecimientos que aquí se desarrollaron en 1928 y en los que se inspiró la novelista Carmen de Burgos (Colombine) para escribir “Puñal de Claveles”, y posteriormente Federico García Lorca, “Bodas de Sangre”. Ya se que esto es superstición, pero ¿no hay lugares más alegres para hacerse fotos de bodas? De todas formas creo que ya no podría visitar este lugar sin buscar a una pareja de novios posando entre los escombros y las ruinas de este cortijo, aunque ahora que lo pienso es posible que sean fantasmas de matrimonios truncados que se han ido a vivir allí a pagar su penitencia por su vida en común fracasada, así que creo que siempre me los encontraré pues, ahora que caigo, son huidizos, los veo, sí, pero enseguida desaparecen entre las habitaciones polvorientas y oscuras, como mucho un fragmento de vestido blanco de la novia, unos zapatos negros y brillantes del novio; oigo sus pisadas sobre la tierra suelta, pero si llego a una habitación donde posan enseguida deshacen el cuadro y parecen cambiar de escenario mientras yo me salgo para no molestar a nadie. Un coche grande y lujoso les espera fuera, aunque tal vez sea una tapadera par demostrar que los novios que están dentro algún día abandonarán las habitaciones, los patios, la capilla y su cripta, que forman un laberinto terroso por el que posan y se mueven incansables.
La tarde se va dorando aún más y nos vamos por el camino hacia las Hortichuelas. Tras un camino en mal estado llegamos a una carreta asfaltada hace ya muchos años, es estrecha y aún más debido a la vegetación que nace en sus cunetas. Bordea a gran altura los cerros minerales y nos deja ver algunos pequeños valles que son verdaderos oasis de palmeras en lo que fueron antaño cortijos hoy abandonados. Esta soledad y su silencio abrumador se apoderan del alma para mostrarnos parte de quienes somos. Me siento extrañamente acompañado, limpio, y se me ocurre la inexplicable idea de que cuando muera y me incineren arrojen mis cenizas por estos lares. ¿Dónde exactamente?, pues no se, pensándolo bien, me da cosa pensar en estar por aquí desperdigado entre piedras y matas nunca holladas al calor del mediodía, sí, ya se que ya no seré yo, que no se me verá ni podré ver, que es ahora cuando veo, peso, escucho y pienso. Pensándolo bien, voy a dejar de pensar en todo esto, el viento enfría mi piel y me meto en el coche a resguardo, Mireia y los niños caminan hacia un peñasco anaranjado por el liquen que lo puebla, ¿quién puede pensar ahora en ser ínfimas partículas de ceniza?
El búho o paloma, como todas las mañanas, no deja de cantar  y de hacerse notar. Una gallina le acompaña ahora y decenas de pájaros distintos contribuyen a esta eclosión vital diaria. Faltaban los ladridos de un perro y aquí están también. El zumbido de una mosca se une a la exhibición, pero es el búho o paloma el que domina en esta ejecución musical experimental y anárquica. Ahora un insecto y alguien que llama a Juan por tres veces, como a San Pedro. El paso de un coche por la bajada del jardín botánico, y otro gallo, el leve movimiento de las hojas de los cañas tras de mi se une al concierto, incluso el sonido de la pluma sobre el papel del cuaderno encuentra su hueco; protesta de nuevo el perro. Pero el silencio, el silencio que resalta todo lo que oigo, aquí sentado en el presente que irremediablemente dará lugar a presentes sucesivos e infinitos: presentes indeseados, inevitables, sorprendentes, agradecidos por ello. Trato de atar éste todas estas mañanas entre los cantos de mis compañeros alados -aquí parezco San Francisco de Asís- y este frescor amable bajo esta luz que me recuerda que este lugar siempre estará para lo que quiera, aunque lo cambien, lo destruyan y lo hagan de nuevo. Es obligatorio pues irse para recordar, para volver, para vivir sabiendo que hemos existido aquí. Es verdad que otra cosa no podemos hacer, pues el futuro que será presente nos volverá a encontrar cada día, incluso cuando no estemos y seamos partículas entre las piedras rojas, blancas y negras disueltas por la liviana lluvia de la primavera.
1.7.10
Ella preparaba la comida, y cuidaba de su prole y allegados con una diligencia admirable. Mientras ellos -cinco, entre hombres y niños de variada edad- jugaban en el agua y en la arena o bien tomaban el sol, ella disponía los platos, los vasos y los cubiertos, abría bolsas, neveras y tarteras. Luego los llamó y ellos vinieron a apiñarse junto a ella sobre la arena. Su pareja era un tío alto con tanga de color butano y los ojos tan claros que tenías que fijarte bien para convencerte de que los tenía, ella era guapa y llevaba un bikini que la hacía muy atractiva, aunque por lo que más llamaba la atención era por su omnipresencia dentro del grupo en el que era tan necesaria.
Poco a poco fue llegando gente de variado pelaje a la pequeña playa que nosotros bautizamos como del Playazo pequeño: una pandilla de cuatro chicos y una chica de braguita azul, dos amigas que disfrutan del sol tumbadas una al lado de la otra, una mujer que lee un comic junto a un hombre que dibuja el cerro que yo tanto fotografío, después de que él mismo fotografiara con detenimiento una ramita sobre la arena. Un señor que llega y sin quitarse la camisa se pone a leer un libro sentado sobre una piedra, y así hasta que se cansa y se marcha; detrás de él una familia vasca en la que el padre habla y habla a su hijo Peio que trata de bucear mientras su hermana pequeña le sigue dentro del agua. No es fácil entender las palabras vascas que, sin embargo suenan familiares en esta pequeña cala. Nosotros entramos y salimos del agua continuamente, hoy hace mucho calor, más que ningún día de los que llevamos aquí. Bajo la sombrilla hay un pequeño paraíso en el que refugiarse ente baño y baño, mientras la brisa enfría mi cuerpo mojado hasta que pronto se seca. Mis hijos no salen del agua, y no me extraña, además de ser niños es que hoy está especialmente buena y  limpia. ¡Que poco queda ya! ¡Ya es jueves!
El camino entre el Playazo y las Negras, que a partir de las diez de la mañana nadie con dos dedos de frente se atrevería a hacer, es en la tarde un jardín que recién parecen haber plantado y que discurre en alguno de sus tramos paralelo al acantilado que cae sobre el mar en una pendiente imposible de bajar sin despeñarse. Es un paseo hermoso entre calas rocosas y blancas que recorremos con Maria José hasta el promontorio bajo el cual se encuentra la Cala del Cuervo y también un camping. Un pájaro negro parece posar sobre los escombros de una casa derruida, dejando brillar sus plumas al sol dorado. Se queda quieto mientras lo fotografío una y otra vez; muy bien, gracias, -le digo-. Hay también un chico con un sombrero panamá sentado sobre los restos de una pared tocando una armónica y apoderándose de la vista y de la tarde que cae dorada sobre los cerros y el mar. Los niños gritan y juegan entre los escombros, no puedo menos que pedirle perdón por interrumpir ese momento que es evidentemente suyo, pero sonríe, es difícil mermar todo lo que ha recogido ya, la brisa nos acaricia generosa a todos.
Maria José me señala desde aquí el emplazamiento de un viejo cementerio hoy abandonado que está entre los cerros y cercano a la carretera que se acerca a Rodalquilar. Me lo dice después de preguntarle que me había llamado la atención que en el pueblo no hubiese cementerio.
Volvemos por el camino ahora umbroso hacia el Playazo donde de nuevo encontramos a un fotógrafo retratando a una pareja de novios en los pequeños acantilados blancos. Está visto que éste es un lugar donde la gente se casa mucho, o al menos les gusta mucho fotografiarse vestidos de novios.
Tarde en la noche salimos a pasear y recorremos el pueblo camino de casa después de tomar un helado en el bar de Antonio, no encontramos a nadie, las casas albergan ya a sus moradores: una mujer lee tras la mosquitera de la ventana, una pareja ve la televisión cual estatuas, otros supongo que duermen, todo parece a la espera del grueso de los veraneantes que, ahora sí, llegaran a partir de ahora, en este primer fin de semana de julio. En el parquecillo vecino a la entrada de las casas Eva donde estamos el cielo, como todas las noches, se me aparece negro, pero perfila las montañas por encima de la mina, y las estrellas parecen decirme: ¿por qué te vas? Y no las contesto, y podría, pero sonaría a excusa, porque lo es.
2.7.10
Paul es un hombre que sabe abstraerse y disfrutar de estos lugares y de la casa donde tantas veces hemos estado. María es una mujer que lo que dice lo lo siente, es también una entusiasta de este lugar y conoce a toda la gente. Estar aquí y estar con ellos es además una suerte. Los dos se van para casa andando por el camino uno al lado del otro. Puro Rodalquilar ya.
2.7.10
No se si mi búho es en realidad un paloma plasta, pero creo que sí, pues canta de día, es decir zurea, ¡jodío pájaro!, y el caso es que a lo mejor hasta lo echaré de menos.
El sol en su subida va tendiendo diagonales en su juego con la sombra en la fachada del patio de la casa, en poco tiempo alcanzará una de las puntas de la hamaca, de su hamaca.
Está lloviendo, he abierto la puerta y al salir me han recibido las primeras gotas e inmediatamente el olor a petricor. No deja de ser excepcional el clima de estos días en Rodalquilar, creo que nunca nos había llovido aquí, y sobre todo en julio, pero también, porque no ha hecho tanto calor como otras veces.
Hoy dejamos la casa de Shirin,  “Casas Eva”, donde como la otra vez hemos estado y donde nos ha hecho estar tan bien. Pensábamos despedirnos hoy de la playa, pero no se si podremos hacerlo con un baño, ahora llueve, y de momento ya me basta, es un delicado espectáculo en este lugar.
Anoche hicimos un concurso para ver cual era la piedra más bonita de las cuatro más bonitas que los cuatro habíamos encontrado. Votamos, y como ya esperaba, el resultado no fue claro, que si las mías, que si las tuyas, que si ésta era mía, que si la tuya no vale. Las recogimos en la rambla que pasa por el pueblo y tras cruzar la carrera se dirige al Playazo, en el tramo donde está la carretera que va a la Polacra y al Cerro de los Lobos. Es un paisaje lunar de piedras lavadas y variados colores. Se nota que estamos en un territorio minero donde predomina el color rosáceo del detritus y la escombrera de las extracciones de la mina de Rodalquilar y que con las lluvias de tantos años ha tintado de ese color toda la riera. Llegamos andando hasta la Ermita, después tras contemplar la Torre de los Alumbres y el perfil de palmeras del Playazo nos volvimos.
Ya llegando a Rodalquilar, a la altura de la Taberna del Faro, Mireia preguntó a unos señores que hablaban en la puerta de una casa junto a un coche con remolque sobre el que se ven cajas de tomates, si los vendían, la señora le dijo que no pero que le podía dar unos cuantos, pues, según cuenta, en los invernaderos, los ejemplares que nos son perfectos para la exportación los desechan, entonces a veces se los dan a los animales y otras, ahora más, los venden en determinadas tiendas a un euro el kilo. Al final le regaló  una bolsa La última cena sería de restos, además, claro, de gazpacho.
Por la mañana había bajado a Campohermoso (hermoso nombre) a sacar dinero y a comprar un poco de fruta, luego regresé por Pueblo Blanco entre los invernaderos. Desde el coche no se ven más que plásticos en diversos estados de coloración, y entre ellos, a menudo, cortijadas abandonadas por sus dueños y ocupadas ahora por trabajadores marroquíes y subsaharianos que, aprovechando los plásticos desechados de los invernaderos han tapado con ellos las puertas y las ventanas. Alrededor la desolación, el abandono, el calor. Un negro que parece recién levantado se toca la tripa mientras bosteza sentado en una piedra a la puerta de una casa jalonada de plásticos negros, mira los invernaderos y a las cabras que comen de los cientos de sandías desechadas diseminadas por el campo cercano. Son las diez de la mañana y ya hace mucho calor. Por la carretera y por los caminos entre los grandes invernaderos pasan hombres en bicicleta con chalecos reflectantes amarillos arrugados bajo el sillín; no parecen tener prisa, y en la provisionalidad de sus vidas tratan de seguir tirando: comer, dormir, trabajar a veces. Suelen apostarse en grupos como el que he visto en la esquina de la plaza de Campohermoso a la búsqueda de que alguien les contrate. En otra esquina de la misma plaza había también un grupo de mujeres eslavas, tal vez lituanas, son parte de otro mercado, tiene otro aspecto. Abunda la tristeza en sus caras, a pesar de esta luz que lo llena todo y encuentra correspondencia en las casa blancas y bajas, en el calor comedido de las tardes de finales de junio. Está visto que cada uno cuenta la feria según le va, y que una cosa es estar de paso y otra vivir aquí, en fin, como en todos los sitios.
En este sorprendente territorio se produce una gran parte de las verduras y la fruta que se consume en Europa. Además de la riqueza que todo esto ha traído a la población del lugar y a esta comarca almeriense, en muchos lugares se aprecian muestras de una arquitectura hortera y anodina jalonando las carreteras, suelen ser grandes casas valladas con balaustradas muy bien pintadas, y reflejan un nuevo modo de vida, como lo es también el  de miles de inmigrantes que han venido a trabajar aquí y que viven, en muchos casos agrupados en casas a veces medio derruidas esperando sentados en los poyos junto a las puertas, anquilosados por el desconcierto de estar en Europa y no ser esto exactamente lo que buscaban. El calor es un gran freno, y el calor redoblado bajo un techo de plástico tal vez una promesa de felicidad y cosechas, de dinero por tanto, de esperanza de regresar, del orgullo de poder enviar a sus casas, tan lejos, la mayor parte del dinero que ganan, y mientras, el sacrificio que piensan por unos pocos años, entre plásticos y química, bajo ese calor, sin nada asegurado en un lugar extraño, con unos amos blancos que viven en casas horteras y conducen coches grandes. Es difícil ver el lado bueno entre los intersticios de estos plásticos, más allá del sabor de los tomates, de las sandías, del abnegado trabajo de los que siempre esperan, y existe, se que existe, aunque hoy me cueste verlo. Tal vez sea el calor y la dureza de lo que veo.
Sigue lloviendo, poco ahora, pero la paloma-búho comienza ya a zurear-cantar, el gallo también saluda, los bártulos están desperdigados por la casa antes de meterlos en la maleta naranja, todos duermen en la casa. Se que echaré de menos estos momentos, pero deseo otros, y también temo otros más, inevitables todos. La vuelta allí, a lo lejos, al norte de esta misma costa, tan distinta empero, más justa en sus arrabales, más ordenados y vigilados, donde no hay vacaciones, solo fines de semana en un mundo también extraño, más rico, tal vez más triste en su exigencia, en su orgullo, en su forzada distinción, donde todo es por descontado mejor ¡faltaría más!, y aunque puede que así sea, a cambio, dejaremos atrás la simplicidad de estos días, y con ella la luz, el olor de las plantas, las montañas primigenias, los acantilados olvidados y ventosos, las casas blancas, el calor y la siesta, el notar que aquí estamos cerca de saber combinar los ingredientes de la felicidad que todos siempre llevamos dentro.
Comienza la mañana
cielo gris de lluvia
las piedras
en ellas llevan
las tardes siempre doradas
las plantas ahítas
brillantes gotas de agua
Podría yo irme, podría
más allá del asueto
me hartaría de mirar las montañas
el mar eterno
pero no podría dejar
de acompañar lo que tengo.
Esta lluvia
como una nube
en su niebla me ha envuelto
me refresca y me recuerda
la anchura de la Tierra
y que puedo seguir
recorriéndola
3.7.10
Viaje de vuelta, día nublado que comenzó con lluvia, recorriendo a lo largo el litoral del Mediterráneo desde el Payazo hasta Barcelona: pueblos, ciudades, campos, letreros, camiones, coches, marroquíes que bajan, turistas que corren parejos, gasolineras desoladas e hirientes, el paisaje triste en los alrededores de Alicante, el sueño. Volvemos y cada vez soy más extraño a medida que me acerco a todo esto.
Hoy estoy suelto, atado pero me dejo llevar, nada, bueno sí, ellos merecen la pena. Domingo previo, último también, que lejos todo aquello, que lejos yo también.
4.7.10